El maestro Gregorio Salvador —que nos dejó hace poco más de dos años— nos enseñaba en sus clases de semántica y lexicografía cómo la gran extensión de la locución por favor empleada en todo tipo de peticiones formales tuvo su origen en la irrupción del cine de habla inglesa en nuestro país. Los guionistas encargados de las adaptaciones al español necesitaban una traducción del adverbio please, frecuentísimo como puede suponerse en las películas, y que contuviera una bilabial para que el movimiento de la boca de los actores coincidiera aproximadamente con lo que decían en español. Echaron mano de por favor, aunque en aquel momento no tenía exactamente los mismos valores que please. Algo así debía de intuir un hablante de oído tan fino como mi padre cuando solía añadir la coletilla «como decís vosotros» cada vez que usaba la expresión de marras; refiriéndose a mí, claro, que ya no empleaba por favor de otra forma. Para él, para su época, por favor albergaba siempre un tono patético, como el que puede darse en una frase como ¡una limosnita, por favor!, de ahí que le extrañara el nuevo uso, que para mí ya era completamente natural.
El origen de los cambios lingüísticos —el de por favor es uno de ellos— responde muchas veces a motivos azarosos, no siempre justificables; como en este caso la mera necesidad práctica de estos oficiales de la escritura que son los guionistas. Pero contaban con un potentísimo «agente mediador» (término acuñado por Lázaro Carreter): el cine. Así se escribe la Historia.
Hoy asistimos, como en todas las épocas, a una ebullición de los usos lingúsiticos; formas y sentidos que van quedando obsoletos y otros nuevos que surgen, a veces aparentemente innecesarios. Ya no se dice tartera o fiambrera, aquellos recipientes más o menos estancos en que llevábamos la tortilla y los suculentos filetes empanados en las excursiones de domingo al río. Ahora se prefiere la impronunciable palabra inglesa tupperware o, abreviadamente, tupper (que se pronuncia túper o táper), como quieren los establecimientos comerciales y la publicidad. Creo que está completamente perdida la distinción entre autobús y autocar, en favor del primero de los dos, y las generaciones más jóvenes adoptan formas que a las anteriores producen perplejidad, soportable por supuesto. Cuando yo era joven se empleaba con frecuencia la locución en plan (de) para indicar la manera en que se hacía una cosa, como cuando digo Voy a salir con Alicia en plan de amigos o Iremos en plan tranquilo. Ahora los adolescentes y no tan adolescentes la usan de manera elíptica sin complementación, casi ya como muletilla y con reiteración exagerada: Este fin de semana saldremos fuera de Madrid, en plan. Es curiosa la extensión que ha adquirido la locución en verdad, con el sentido de «en realidad»: En verdad no hace falta ir a las clases; los apuntes se pueden consultar por Internet. Yo no puedo evitar sentir resonancias bíblicas cuando oigo esta locución, como cuando Cristo le dijo al buen ladrón en el momento de la crucifixión: En verdad te digo que mañana estarás conmigo en el paraíso. Son meros ejemplos de los muchos que se podrían citar.
Sabemos que la comunicación lingüística requiere una transacción entre los hablantes, un común denominador entre generaciones, estilos, culturas. Que un uso excesivamente personal puede llevar a la expulsión de la comunidad hablante. Pero qué saludable es a veces escuchar la propia voz, decirse como don Quijote yo sé quién soy, y con la sonrisa interior de Buda, «el consciente», añadir como mi padre «como decís vosotros...».