lunes, 20 de noviembre de 2023

Tomates, frutas y frutos

 

Jadoklk. Con licencia CC BY-SA 4.0.

No es raro que los especialistas en determinada materia, los que se dedican asidua o profesionalmente a una actividad, gusten de emplear las palabras relativas a ellas a su modo, de manera diferente a como las emplea el común de los mortales. Hay que distinguirse de alguna manera... No me refiero a la terminología que es propia —y necesaria— de cada disciplina, sino a aquella apropiación o, diría yo, redefinición de palabras —y cosas— que entre la generalidad de la gente se conceptualizan de determinada manera y que el experto prefiere hacerlo de otra. Un ejemplo muy claro se encuentra en el gremio de los cocineros, verdaderos gurús de nuestra ociosa sociedad actual.

Vamos a hablar de la palabra tomate. Oigo con mucha frecuencia en los últimos tiempos decir que el tomate es una fruta. Pues bien, vaya esta afirmación por delante: el tomate no es una fruta. Yo nunca lo he llamado fruta, ni he oído a nadie llamarlo así, a pesar de que en los medios de comunicación expertos gastrónomos y sus secuaces lo repiten con frecuencia. En realidad, lo que nos interesa aquí es dilucidar si a los tomates se les llama fruta o no se les llama fruta. Esta cuestión, claro, está relacionada con el hecho de que lo sean o no, pero no es exactamente lo mismo.

Repasaremos el uso de tres términos que entran en juego en esta argumentación: tomate, fruta y fruto. También citaremos otros que están relacionados, pero les dedicaremos menos atención porque no nos hacen tanta falta para lo que pretendemos demostrar.

El tomate es el fruto de la planta de huerta llamada tomatera. Según los botánicos, el fruto es el órgano de las plantas que nace a partir del ovario y que contiene las semillas, y que, una vez alcanzada su madurez, se separa de la planta para generar una nueva. Son frutos cosas tan heterogéneas como las aceitunas, los aguacates, las bellotas, las manzanas, las judías (las vainas con sus semillas), los plátanos, las calabazas, las majuelas, etc., etc. Algunos son comestibles y otros no. A algunos se les llama fruta y a otros no. A otros muchos frutos no se les llama de ninguna manera.

¿Qué conclusión podemos obtener de este hecho?

Que una misma entidad natural (un fruto) tiene una variada consideración desde el punto de vista de la estructura léxica, que se guía por la subjetividad del sujeto hablante, por el interés que suscita en él; concretamente, en este caso, por el hecho de ser comestible y por la forma en que se come.

Por supuesto que un tomate comparte muchas propiedades biológicas con una manzana, ambos son frutos de sus correspondientes plantas. Diría más, cabe incluso afirmar que posee más rasgos naturales en común con una manzana que con un pimiento o con una lechuga. Pero a un tomate no se le llama fruta porque posee propiedades sutiles, subjetivas y prototípicas que ordenan a nuestro sentido lingüístico espontáneo desechar esa denominación: no ser excesivamente dulce, no comerse normalmente de postre, utilizarse muy frecuentemente en guisos, cultivarse en huertas junto con otras hortalizas; y muy posiblemente unos cuantos más.

No es necesario ni ser botánico ni ser lexicógrafo para saber qué es un tomate y cómo se llama. Confiemos en nuestro sentido lingüístico sin dejarnos llevar por la «creatividad» improvisada y poco justificada de algunos chefs.

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